N.º 44Shakespeare

 

EL TEATRO TAMBIÉN SE LEE

En manos de Brecht

Carlos Fortea

En castellano, la expresión “caer en manos de alguien” remite casi inevitablemente a algún tipo de daño impredecible. A algo que nos puede pasar.

Yo caí en manos de Bertolt Brecht hace bastantes años, y desde luego que me pasaron cosas. Me pasó, por ejemplo, que entendí el sentido del teatro como algo que no debe dejar indiferente. Me pasó que sentí que la siempre impotente palabra tenía poder. Me pasó que encontré, como suele pasar cuando se contempla un escenario, la explicación a cosas que no sabía que tenían alguna explicación. Me pasó leyéndolo, en la mayoría de las ocasiones, y otras veces al verlo en el escenario.

Desde entonces he vuelto a topar con Brecht en muchas ocasiones, he podido escribir sobre él alguna que otra vez y, leyendo en busca de documentación, he descubierto aspectos de su persona que tenían menos gracia (entre otros, su propensión a que, una vez “caídas en sus manos”, las ideas ajenas se transmutaran en otras propias no siempre muy distintas).

Sin embargo, nunca me sentí tanto en las manos de Brecht como cuando me cupo en suerte el privilegio de traducirlo.

No se trató de una de sus obras mayores. Todas ellas habían sido traducidas ya impecablemente por el maestro Miguel Sáenz, y figuraban gozosamente reunidas en una edición de obras casi completas que en su día había publicado Alianza. No, más bien la obra que me tocó en suerte era una de esas que Brecht había tomado casi literalmente de un tercer autor, y que, bajo su égida, había experimentado una de esas reconversiones mágicas a las que tan dado era.

Ni siquiera voy a mencionar su título, porque no es el centro de mi interés. Lo importante era, lo importante es, que Brecht caía en mis manos (o eso creía yo). Podía darle mi voz, para que la usara como la de uno de sus actores, y ese era un privilegio de una entidad enorme.

Y empecé a traducir.

Y sentí uno de esos fenómenos que uno siente en presencia de los grandes, y que me fascina de la traducción y de los grandes: el texto fluía solo. No era necesario impostar la voz, ni buscar ninguna clase de componenda o de compromiso. Tan solo había que dejarse llevar.

Me sorprendí pensando en cuán distinta estaba siendo mi experiencia de traductor de cuanto Brecht había teorizado. Todo ese extrañamiento (¿alienación, más bien?) del que él hablaba y que deseaba causar en el público, y sobre el que tanto se ha escrito después, fallaba de manera estrepitosa ante este espectador interviniente que se atrevía desde la primera escena a subirse al escenario y pretender repetir las voces de todos los actores. Muy lejos de sentirme fuera de todo eso, me sentía metido en la piel de los personajes, me sentía una parte del argumento.

Qué extraño fracaso de Brecht. Él, que rechazaba apoderarse de los espectadores, se había apoderado de su traductor mientras lo traducía, lo había convertido en una herramienta que funcionaba como un bumerán, le había hecho olvidar todas las mil ideas preconcebidas que no es posible evitar con los autores convertidos ya en estatuas, le había hecho tratarlo con la naturalidad con la que se aborda a los que no imponen ese respeto verde de los monumentos.

Qué éxito de Brecht. Esta modesta voz le perdió el miedo, con mejor o peor resultado (eso yo no lo sé, y él no puede decírmelo).

Durante unas jornadas maravillosas, pensé que estaba formando parte del Berliner Ensemble. Caí en manos de Brecht.

 

 

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