N.º 44Shakespeare

 

DE AQUÍ Y DE ALLÁ [Selección de Miguel Signes]

Los teatros comerciales del siglo XVII y la escenificación de la comedia
J. M. RUANO DE LA HAZA y JOHN J. ALLEN. MADRID, CASTALIA, 1994.

 

En un libro titulado The Place of the Stage, Steven Mullaney asigna a la ubicación de los teatros isabelinos –tan parecidos en sus circunstancias físicas a los corrales de comedias de la España coetánea– un papel significativo en la determinación del tipo de obra producido por Shakespeare y sus contemporáneos. Los teatros todos se construyeron fuera de la ciudad, en las afueras de Londres llamadas “the Liberties” –las Libertades. Las Libertades eran “áreas anómalas y foros (inglés: arenas) de ambivalencia cultural, “abiertas a formas de significación más contradictorias, más extravagantes e incontinentes, que las que se permitían dentro de las puertas de la ciudad” (Mullaney, 31). Se trata de la zona de leproserías, patíbulos, hospitales, garitos, prostíbulos –y teatros. Según Mullaney, “los teatros populares [en las afueras de Londres] poseían, en virtud de su ubicación, el poder de ofender o escandalizar [‘shock or scandalize’]” (pág. 30). “El teatro popular de la Inglaterra renacentista fue producto de la contradicción entre una Corte que, de una manera limitada, pero significativa, lo autorizaba y patrocinaba y una ciudad [Londres] que intentaba prohibirlo” (pág. vii). El crítico inglés afirma que “cuando Burbage apartó el teatro de la ciudad, consiguió establecer un distancia social y cultural de un valor incalculable para la dramaturgia de Marlowe y Shakespeare: una distancia crítica… que facilitó para el escenario una atalaya desde la cual se podía reflexionar sobre su propia época con más libertad y licencia de la que había sido posible anteriormente” (pág. 30). “El resultado”, mantiene Mullaney, “no es tanto un teatro subversivo como un teatro rico en comentarios oblicuos sobre sus propios tiempos –sobre las relaciones prevalecientes entre los valores residuales de tiempos pasados, los que emergían en aquel momento y los que dominaban en las cortes” (pág. 131). Según Mullaney, se relacionan las últimas obras de Shakespeare, las comedias clasificadas como “romances”, con el final de este período de la marginalización de las Libertades en Londres y con la época de las producciones de la compañía de Shakespeare en el teatro Blackfriars, dentro de Londres, que Burbage se apropió y adaptó para alternar con las representaciones en The Globe.
¿Y qué podemos decir de “the place of the stage” en la España del Siglo de Oro y de las relaciones que imperaban entre poetas, autores y las estructuras del poder? En contraste con la situación tan sutilmente analizada por Mullaney, los corrales madrileños se encontraban en el corazón mismo de la ciudad. […] Los nexos entre el teatro y el poder, tanto municipal, como Real, son estrechos desde el comienzo del teatro comercial en España. Los corrales caían bajo la supervisión directa del poder real en la persona del Protector de los Hospitales, miembro del Consejo de Castilla. […]

 

 

Estudio preliminar. Obras completas W. Shakespeare
LUIS ASTRANA MARÍN. MADRID, AGUILAR, 1951.

 

El conjunto de la labor shakespeariana puede asegurarse que principia y da fin dentro de dos décadas (1591-1611), o sea desde los veintisiete a los cuarenta y siete años, obra verdaderamente de juventud, a la que no afea ninguna arruga. Tras los albores de la escena inglesa con el Ralp Roister Doister (1540), versión libre de la comedia de Plauto Miles gloriosus, hecha por Nicolás Udail, y los intentos que se siguieron por Tomás Sackville y Tomás Norton de adaptar al inglés la tragedia senequista con su drama Gorbodue (1561). Shakespeare halló el teatro dominado por Lyly, Greene, Peele, Kyd y Marlowe, sus antecesores inmediatos.
La abundancia de compañías dramáticas desarrolló entre ellas una competencia enorme. Cada una tenía sus dramaturgos propios. La propiedad no estaba garantizada, el plagio era corriente; y así, como quiera que la fortuna de los teatros radicaba en las obras que exclusivamente poseían, los autores no publicaban sus piezas por temor a que otras compañías las representasen. Sin embargo, no siempre podían impedir que cómicos venales o complacientes facilitaran copias a escondidas, o bien que individuos de memoria prodigiosa las tomaran al oído durante la representación. No solo en Londres; en Madrid ocurría lo mismo, y prueba terminante es el incidente entre el cómico Sánchez y Luis Ramírez de Arellano con motivo de El galán de la Membrilla, de Lope de Vega. […].
(págs. 36 y ss.)

¿Cómo eran los teatros de Londres en la época de nuestro dramaturgo? […] La figura de todos ellos solía ser octogonal o circular, y los había particulares o techados, como Blackfriars, y públicos o a cielo descubierto (menos el escenario y las galerías), como el Globo. […] La representación, cuyo anuncio se hacía mediante carteles escritos a mano y pegados a los muros, comenzaba a las tres de la tarde. Sobre el tejado del escenario izábase una bandera. Cuando faltaba la luz del día encendíanse candilones. En los entreactos tocaba la orquesta. Al tercer toque de clarín daba principio la función. Para hacer tiempo, mientras empezaba, los concurrentes distraíanse leyendo, jugando a las cartas o bebiendo cerveza.
El espectáculo terminaba rezando de rodillas todos los actores una oración por la reina Elisabeth, precedida por lo general, de una giga, a cargo del gracioso. No había decoraciones móviles, aunque sí escotillones. El moblaje era muy reducido, pero riquísimo el vestuario. Nada se representaba con trajes de época. En las tragedias el teatro se colgaba de negro. Parece que no debía de existir mucha diferencia entre el teatro de Shakespeare y el de Lope, aunque éste conoció ya los telones pintados con perspectivas y las paredes y el suelo cubiertos de tapices y alfombras. En el escenario de Shakespeare, las alfombras eran esteras o juncos. […].
(págs. 29 y ss.)

 

 

Leandro Fernández de Moratín
GIUSEPPE CARLO ROSSI. MADRID, CÁTEDRA, 1974.

 

La actitud de Moratín respecto a Shakespeare se intuye con facilidad. Le molestan enormemente los ocho años y los más de cincuenta personajes de la Vida y muerte de Ricardo III, y le molestan aún más los doce años de la acción (con cuarenta personas) y la “inverosimiltud” de Enrique VIII, así como los excesos de fantasía de La tempestad (que acabará por definir, enfadado, como “desatinada pieza”) y de Julio César. No obstante, en ocasiones se queda extasiado de las “bellezas admirables” que se alternan con “los defectos sin número”, de ahí que le veamos continuamente desorientado.
A partir de Shakespeare, su interés por el teatro inglés de los siglos XVII y XVIII se extiende a otras obras, con especial atención a la tragedia Douglas, de John Home, de mucho éxito en su tiempo: el conjunto de estas consideraciones corrobora los criterios moratinianos sobre la exigencia de una finalidad ética y claridad expositiva del teatro.

 

 

La España de Fernando de Rojas
STEPHEN GILMAN. MADRID, TAURURS, 1978.

[…] Más bien, La Celestina evolucionó hacia un punto de vista moral más original y profundo durante el curso de su diálogo. No se equivoca Bataillon en este sentido, a pesar de su concepto demasiado simplificado de la intención. Si hubiera procedido de modo diferente, hubiera llegado a la misma conclusión que la de Henri Fluchère sobre la tragedia isabelina: “…una escuela de moralidad en tal grado que ni siquiera las mismas comedias de propaganda han conseguido jamás. Pues no contiene ninguna tesis y su llamada a los fines éticos es del todo instintiva… No hay, en efecto, ninguna comedia de Shakespeare o de sus contemporáneos que no contenga en algún grado, bajo el discreto velo de alusiones, bajo la abundancia de metáforas o bajo las incisivas máximas epigramáticas, revelaciones esenciales sobre el sentido de la vida, sobre el significado moral de una actitud o un gesto, de manera que el choque producido en la sensibilidad del auditorio se prolongue en su espíritu sobre el plano ético”. Si hubiéramos de aceptar un concepto así sobre la visión moral de La Celestina, tendríamos, sin embargo, que proponer –quizá demasiado temerariamente– que Rojas dio un paso más allá que Shakespeare. En el desesperado soliloquio de Pleberio, cuando el diálogo estaba ya terminado, el autor español intentó una hazaña que el inglés (en cuanto hombre de teatro) vio que sería contraproducente. Puso plenamente de manifiesto lo que él creía que eran “sus revelaciones esenciales sobre el sentido de la vida”. Que vale tanto como decir, en palabras más simples, que Pleberio nos da (o espera darnos) un programa específico de “moralidad” trágica.
Pero antes de que podamos volver a examinar directamente la conclusión de La Celestina, hemos de comentar otra idea sobre la intención de Rojas que ha tenido amplia circulación en años recientes. Tres críticos han lanzado independientemente la idea de que la obra retrata los clandestinos amores de un cristiano viejo de buena familia con una conversa rica, o sea, que La Celestina es nada menos que un Romeo y Julieta racista. […]

 

 

William Shakespeare
VÍCTOR HUGO. HAUTERVILLE-HOUSE, 1864.

Hay problemas en la Biblia, los hay en Homero y se conocen los de Dante; en Italia existen cátedras públicas de interpretación de la Divina Comedia. Los puntos obscuros en Shakespeare, comparados con los que acabamos de indicar, no son menos abstrusos. La cuestión shakespeariana existe como existe la bíblica, la homérica o la dantesca. El estudio de esa cuestión es previa a la traducción. Empecemos por dar a conocer a Shakespeare. Para penetrar en la cuestión skakespeariana y, en la medida de lo posible, resolverla, es necesaria toda una biblioteca. Es necesario consultar historiadores, desde Hérodoto hasta Hume, poetas, desde Chaucer hasta Coleridge, críticos, editores, comentaristas, relatos, novelas, crónicas, dramas, comedias, obras en todas las lenguas, documentos de toda clase, obras justificativas de este genio. Se le ha acusado mucho; importa examinar su dossier. En el Museo Británico hay un compartimento exclusivamente reservado a las obras que guardan cualquier relación con Shakespeare. Obras que ha de ser verificadas unas, profundizadas otras. Labor áspera y seria llena de complicaciones. […] Shakespeare ha sido en Francia, en Alemania, en Inglaterra muy a menudo juzgado, a menudo condenado y a menudo ejecutado; es preciso saber por quién y cómo. No busquéis dónde se inspira, es en él mismo; pero tratad de descubrir de dónde se alimenta. El verdadero traductor debe hacer el esfuerzo de leer todo lo que Shakespeare ha leído. […] Las lecturas de Shakespeare eran variadas y profundas. Este inspirado Shakespeare era alguien que estudiaba. Estudiad lo que él estudió si queréis conocerlo. Haber leído Belleforest no basta, es preciso leer a Plutarco; haber leído a Montaigne no basta, es preciso leer a Saxo Grammaticus; haber leído a Erasmo no basta, hay que leer a Agrippa; haber leído a Froissard no es suficiente, hay que leer a Plauto; haber leído a Bocaccio no es suficiente, es preciso leer a San Agustín. Es preciso leer todos los cancioneros […] Nada que descuidar en ese trabajo. Figuraos una lectura cuyo diámetro vaya de la Gesta romanorum a la Demonología de Jacques I. Lograr comprender a Shakespeare, esa es la tarea. Toda esta erudición tiene un único fin: llegar a un poeta. Es el camino pedregoso de ese paraíso.

 

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