N.º 43Y seguimos pasando el testigo

 

TERCERA [A ESCENA, QUE EMPEZAMOS]

De aquellas preceptivas, estos talleres

Jesús Campos García

Los preceptos –razón de ser de toda preceptiva– siempre me parecieron monsergas de iglesia; leyes cuyo incumplimiento no conlleva pena alguna –salvo la del infierno–  y que se dictan, más que nada, para incordiar. Desde Dios Padre hasta el padre prior de menor rango, todo el que se precie de ostentar alguna autoridad dicta sus propios preceptos. De ahí que abunden las preceptivas en este convento nuestro en el que tantos y tan buenos priores tuvimos. Incienso para todos.

 

Tratar de establecer los cánones por los que debía regirse la escritura dramática fue una práctica muy extendida en el pasado que, por fortuna, ya quedó en desuso; si bien no del todo. Porque ¿quién no tuvo alguna vez la tentación de predicar sobre cómo debieran ser las obras de teatro o sobre cuál debería ser el proceso de su “engendración”? En el fondo, es un modo de medir la escritura de los demás con la vara de tu propia escritura; pretensión, no por lícita, menos pretenciosa, pero que va de suyo: hasta Dios hizo el mundo a su imagen y semejanza… La creación –independientemente de que sea con mayúscula o con minúscula– es un proceso tan inexplicable que, a poco que se dé con la tecla, parece lógico que quiera uno explicárselo a todo el mundo. Yo suelo hacerlo en pequeñas dosis, porque en plan tocho se nota más. Y porque es lo que se lleva: dejar de lado el ego y, evitando pontificar, ofrecer la experiencia a los que carecen de ella para, de forma menos doctrinal y más peripatética, acabar sentando cátedra, que es lo que por lo visto llevamos en los genes.

Uno de los acontecimientos sociales –y no digo docentes– que más ha influido en el aprendizaje y desarrollo de los oficios escénicos ha sido la eclosión de los talleres. En España comienzan a impartirse en los años setenta propiciados por la llegada de profesionales procedentes del Cono Sur (Argentina, Chile, Uruguay), donde estos laboratorios, como también se denominaban, eran habituales. Existían precedentes (Stanislavsky-Strasberg-Leyton ya clamaban en el desierto madrileño), pero fue en esos años y, a buen seguro, por ese motivo, cuando se produjo su proliferación. Expresión corporal, memoria de los sentidos, improvisación, ortofonía y otras disciplinas igualmente relacionadas con la interpretación eran materias obligadas para todo aquel que quisiera desenvolverse en la profesión con el marchamo de la modernidad. Los integrantes del Teatro Independiente, que con la muerte del dictador había entrado en vía muerta, acogerán con entusiasmo estas prácticas que en lo sucesivo les permitirán reconocerse como artistas del nuevo teatro frente a los cómicos del teatro burgués, periclitado. Y fue así como el meritorio, que aprendía el oficio “entre cajas”, pasó a formar parte del pasado, como ya venía ocurriendo con los aprendices de otros oficios (carpinteros, fresadores, fontaneros, etc.), todos abocados a una enseñanza más o menos reglada.

Las tres Gracias

Programa de mano del espectáculo producido con textos del taller impartido por Jesús Campos y organizado por el CNNTC. Madrid 1984

Los autores tardaríamos más en sustituir el “aprendizaje de oído” por el taller de dramaturgia. (Dudo que nadie aprendiera nada con las preceptivas, salvo lo que cada cual pudiera aprender al escribir la propia). En cuanto a los talleres, no sé en el extranjero cómo se iniciarían, ni cuándo, pero aquí fue a mediados de los ochenta: el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas los puso en marcha, y a mí me toco dar el primero. ¡Qué cosas! Porque de escribir teatro puede que por aquel entonces ya supiera algo –poco, pero algo–; ahora, de enseñar a escribirlo, ni hoy, treinta años después, las tendría todas conmigo. Aun así, la experiencia fue muy útil para todos: para el Centro al apuntarse el tanto, lo que no está nada mal; para mí, porque me obligó a verbalizar el oficio, y eso siempre clarifica; y para los talleristas, porque se conocieron y se reconocieron en sus carencias y en sus capacidades. La autoría se practica en soledad, sin referencias, o sin más referencia que la recepción de las obras a las que se accede como lector o como espectador, y entrar en contacto los unos con los otros, socializarse, les hizo sentirse parte de algo, y eso siempre eleva la autoestima.

Mas no todos los logros fueron sociales. (Y, para hablar con mayor propiedad, seguiré ciñéndome a los talleres que impartí, aun a riesgo de dar una visión parcial). Puesto en el brete de tener que pontificar, opté por iniciar los talleres con sesiones de motivación, arengas creativas con las que desobturar los cauces de la comunicación. Creo que nos hemos puesto a escribir porque, para expresar lo íntimo, no nos valen los lenguajes cotidianos. Y así se lo dije. Escribir es vomitar lo que la vida nos indigestó: un acto escatológico en el que sobran consejos, pautas o recetas; ataduras que domesticarían ese impulso vital. Lanzarse a lo desconocido y utilizar la escritura como herramienta de conocimiento podría ser otro modo de entender la creación. Me estorban, pues, las escaletas y todo tipo de planificaciones porque anticipan lo imprevisible, lo desactivan. “Todo lo que anticipe un resultado debería considerarse como una trampa con la que el sistema te conduce hacia el lugar común”. Y en ese terreno tan accidentado, el de los impulsos –y con herramientas tan precarias como la intuición–, es donde suelo impartir mis talleres.

Y claro que para conducir un vehículo hay que conocer las normas de tráfico. Pero cómo se puede perder ni un minuto en cuestionar una cosa así. Ahora bien, lo fundamental del viaje no es el código de circulación, sino que te trasladas de un lugar a otro. Otra cuestión ya es si tienes muy claro a dónde quieres ir o si vas a viajar a la aventura. Hay quien escribe para reafirmarse en aquello en lo que cree y quien lo hace para indagar en lo que desconoce. Para los primeros, mi mejor consejo es que vayan a otro taller porque por yo no sabría ayudarles. Tampoco sé si sabría ayudar a los segundos, pero al menos con estos tendría sentido que nos despeñáramos juntos.

Y abusando de que las Terceras digitales no están sometidas al régimen de caracteres de la edición en papel, me permitiré contar una anécdota: A un taller que impartí en Vitoria hace ya muchos años asistió un joven abertzale –pro-etarra por más señas– cuyo objetivo, según supe más tarde, era el de difundir sus ideas con un teatro militante (de catequesis diría yo). Esforzado como el que más y convencido de la nobleza de su causa, se entregó a las prácticas del taller con una disciplina, entre estalinista y estajanovista, que jamás hubiera podido imaginar. Sintonizaba bien con las motivaciones y con los objetivos de desenmascaramiento de la realidad que le proponía, y sin pensárselo dos veces se lanzó a escribir como un poseso (vómito a tope) y entregó el texto. Dos semanas más tarde asistíamos a su representación. (No siempre es posible, pero trato de contar con intérpretes en los talleres para así poder analizar los textos en el escenario y no sobre la mesa). El resultado fue impactante. (Ni él, que bajaba de Bilbao, ni yo, que subía de Madrid, habíamos asistido a los ensayos). La realidad a desenmascarar –su realidad–, que él debía conocer muy bien, nos sobrepasó a todos. La obra, una pieza breve, mostraba la relación de un etarra recién salido de la cárcel con su pareja. Los personajes “defendidos” con pasión tanto por el autor como por los intérpretes resultaban insoportables por su machismo, por su crueldad, por la ausencia absoluta de la más mínima nobleza. Al acabar la representación, visiblemente contrariado, dijo: “Este no es el teatro que yo quiero aprender a escribir”.  Y cogió los papeles y se marchó. Si hubiera escrito una escaleta no le hubiera pasado eso.

Tampoco quisiera demonizar a la escaleta (pobre), pues según en qué momento cumple una función muy similar a la del papel rayado, evitando que a los niños se les tuerzan los renglones; lo que no es impedimento para que, ya de mayores, usen el ordenador. Como también debe ser muy útil para la escritura dramática de carácter industrial. Escribir entre varios(a veces más de veinte), o se hace con escaleta o podría salir aún peor. Ahora, para expresar lo que nos escuece, lo dicho: estorba.

En el fondo, lo que subyace es el carácter antinatural de los talleres (no conviene olvidar que antes que la función se creó el órgano), y construir entre todos un corpus docente de forma caótica y con materiales de aluvión pudo acabar elevando a categoría de esencial lo que no pasa de ser anecdótico. Así, conceptos y técnicas puramente instrumentales empiezan a ser verdades incuestionables, hasta el extremo de que argumentar en su contra te estigmatiza como autor no homologado. Toda comunicación se basa en convenciones –incluso cuando nos esforzamos en no ser convencionales–, por lo que son muchos los lugares comunes que deberíamos aprender a desaprender. Esa podría ser la función de un taller. Porque existen constantes intrínsecas en todo proceso de creación que podemos o no podemos conocer, pero que bajo ningún concepto deberíamos tener presentes a la hora de escribir.

Si un motorista entra en una curva a ciento cincuenta km. por hora, deberá inclinar la moto con un ángulo de X grados, cuya fórmula la intuición, la organicidad o la temeridad, se encargarán de resolver. Y es obvio que se está jugando la vida, pero se lanza y puede salir. Ahora bien, si al entrar en la curva se detiene para, aplicando sus conocimientos matemáticos, calcular el ángulo preciso, entonces sí que es seguro que se mata. Pues eso: desoigamos las voces de quienes nos aconsejan que nos valgamos de la razón a la hora de la intuición, pues, sabiéndolo o no, están propiciando una escritura muerta.

Lo que no impide (una de cal y otra de arena) que después de salir de la curva nos detengamos a analizar el vídeo y ver el modo de, a toro pasado, mejorar la trazada. ¿Corregir es más importante que escribir? Corregir es tan importante como escribir. Intuición y conocimiento. Lo mejor es andar con los dos pies. Pero uno después del otro. La verdad no tiene por qué estar reñida con la eficacia. Y si la enseñanza precisa un corpus de saberes, por eso de que dar talleres sin enseñar nada resulta difícilmente sostenible, pues demos unas pautas que ayuden a ajustar la estrategia. Y de inmediato, a desaprender. A mí es lo que más me cuesta, aunque es lo que más me vale. Por eso mis talleres siempre fueron de motivación y socialización, el resto –herramientas de corrección– fueron para “vestir la mona”.

Y propondría que nos olvidáramos de que el teatro es una actividad cultural. (Cuánto daño se ha hecho la cultura a sí misma por ese empeño suyo de ser tan cultural). El teatro es una expresión vital; como el grito y el llanto, o como la risa: respuestas a estímulos que, en los procesos creativos, puede que se produzcan en un plano de mayor complejidad, pero que no por ello deben perder su carácter interactivo ni su inmediatez. Y esa podría ser la clave: interactuar con el mundo. Asumir que no escribimos solos, que lo hacemos junto a la sociedad en la que vivimos. De ella provienen los nutrientes (experimentación y observación), con ella compartimos los conflictos que sustentan el drama. En ella está el origen y el destino de lo que escribimos y es en ella en la que hay que centrar la atención, y no en las cuatro reglas o en las inevitables convenciones con las que se articulan los discursos.

Y al final todo se reduce a que nos lancemos a la escritura con pasión. Pasión y riesgo. Doblar la moto a ciento cincuenta emociones por minuto, aun a riesgo de caer en el más espantoso de los ridículos. No creo que haya otro modo de tocar a la sociedad en lo más íntimo Por un teatro así merecería la pena el esfuerzo. Y si ya puestos, para pasar la tarde hay que estudiar las vísceras del drama (la trama, el personaje, los diálogos…), pues se estudian; pero sin olvidar que los hijos se hacen intercambiando fluidos y no estudiando anatomía.

 

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