N.º 43Y seguimos pasando el testigo

 

DESDE HOY: LOS TALLERES DE ESCRITURA

Entrevista de María Velasco

José Sanchis Sinisterra

 

José Sanchis Sinisterra 1

El Nuevo Teatro Fronterizo está situado en el corazón bizarro de Madrid (C/ de la Cabeza, 8). Cuando Sanchis Sinisterra me recibe como Genoveva de Brabante en su cueva, no me cabe duda de que lleva encima más de una jornada completa sin otra gasolina que el café y los cigarrillos. Desde que recalé por primera vez en este lugar me sentí parte de una familia disfuncional. Hoy hablaremos de la pedagogía de la escritura teatral, aunque dice Sanchis que sus talleres son falsamente pedagógicos, porque siempre contienen un componente de investigación personal. Su verdadera metodología es la horizontalidad y, si podemos llamarle maestro, es porque nunca dejó de ser alumno. Admira en él la sorpresa supina y la curiosidad constante. Cartógrafo del teatro, Sanchis Sinisterra ha sabido sistematizar el pensamiento poético y cantar la ciencia.

MARÍA VELASCO. De pequeños nos enseñan a leer y a escribir (la “m” con la “a”, “ma”), ¿pero se puede enseñar a ESCRIBIR?

JOSÉ SANCHIS SINISTERRA. Como en toda actividad artística y, probablemente, no artística, hay una especie de impulso, carencia, necesidad que la expresión artística puede ayudar a colmar, pero también hay una técnica o cocina. Esa parte artesanal se puede sistematizar y emitir perfectamente siempre que no se convierta en canon.

M.V. Además, habría que aprender a ser escritor (el ego, los noes, la exclusión) o a ser bululú.

J.S.S. Sí que hay un principio que requiere entrenamiento, que es la constancia, la insistencia e incluso la resistencia ante los mil peligros que desde el interior de uno mismo o el exterior nos aconsejan dedicarnos a otra cosa. Hay muchos hándicaps: la ambición, la necesidad de reconocimiento… Y eso es muy subjetivo, porque la dosis de reconocimiento que cada uno necesita es diferente. Es verdad que la creación necesita respuesta, y el teatro más, pero hay que tener una especie de confianza u obcecación. Yo he pasado lo que yo llamo la travesía en el desierto, diez o doce años de en los que no tenía el más mínimo reconocimiento como dramaturgo y, a pesar de todo, seguía escribiendo e investigando, porque era mi manera de estar en el mundo.

M.V. ¿Hay una diferencia ontológica de la escritura teatral respecto a los otros géneros? Dicho de otra manera, ¿qué tienen en común Esquilo, Shakespeare, Chejov, Heiner Müller, o Juan Mayorga y Angélica Liddell?

J.S.S. A los diez años, cuando decidí ser escritor, descubrí que lo específico de la escritura dramática es que tiende a ser compartida y habitada. El teatro era una palabra interior que se convertía en exterior. Era sacar la escritura de esa especie de autismo. Supongo que en algún momento todos estos autores sintieron la necesidad de desplegar la voz interior, la tribu o el coro interior, primero en los personajes y en los actores después.

M.V. A veces decimos que la escritura es un oficio, pero tengo la impresión de que con cada obra se impone el “primeravecismo”.

J.S.S. Eso es una elección. Hay autores que intentan reproducir o prolongar con cada obra lo que sido ya reconocido y admitido; en cambio, otros quisieran que cada obra fuera la primera y, por tanto, empiezan a escribir, como es mi caso, a partir del “no saber”: explorar un tema o experimentar un procedimiento técnico. Cuando empiezo una nueva obra, me pregunto: ¿seré capaz de escribirla? ¿Seré capaz de terminarla? Es falaz, porque tengo un repertorio de estrategias. Pero la sensación de “primera vez”, o de un organismo del que no tenemos apenas mapas, sí la siento, y es lo que me estimula.

M.V. Desconfío de los autores que dicen que disfrutan escribiendo…

J.S.S. Entonces puedes desconfiar de mí completamente. Para mí es un goce, a menudo, excitación. Ese sentimiento de no saber si llegaré no me da miedo. Cuando me bloqueo o el texto no me convence, no me angustio: “ya aparecerá”, “el texto me dirá lo que quiere”. Uno de mis muchos lemas es “convertir el obstáculo en estímulo”. A veces hay obras que se quedan paradas una semana, un mes, un año, o tres años, como me pasó con Sangre Lunar… De pronto, por un fenómeno misterioso, algo se configura.

M.V. ¿Todas las historias están ya inventadas?

J.S.S. Depende de a lo que llamemos historia, pero yo creo que no. A mí la realidad me sorprende cada día. Hay unos arquetipos, pero el campo de lo que yo llamo la “micrología”: consiste en buscar en los pliegues o lo velado por el tumulto del producto mediático que llamamos actualidad. El hecho de escoger la sede del Teatro Fronterizo en Lavapiés es porque es un microcosmos global en donde la alteridad está en permanente proliferación. Este barrio mantiene mi efecto de extrañamiento.

M.V. ¿La pièce bien faite está obsoleta en estos tiempos de caos?

J.S.S. Tengo una máxima que leí de Jacques Copeau, que decía que el arte no avanza como la ciencia o la técnica por un abandono definitivo de logros ya superados, sino por un retorno permanente a los orígenes, por una especie de revisión constante. También en Walter Benjamin y George Didi Huberman se lee cómo el pensamiento y la cultura son un trasiego de pasado, presente y futuro. Por eso soy muy respetuoso, porque dentro de diez años alguien puede descubrir que de una determinada forma obsoleta, con un pequeño giro, se abre un nuevo territorio. Pongo el ejemplo de La soledad de los campos de algodón, de Koltès, que da vigencia a Racine.

M.V. En segundo de dramaturgia, en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, me enojaba mucho cuando me obligaban a hacer sus protocolos (ecuaciones para la práctica dramatúrgica). Creía entonces que había que escribir desde el estómago.

J.S.S. (Risas) No tanto como ecuaciones. Los protocolos tienen que ver con un lado científico heredado de mi padre. No sé si es algún problema neuronal, pero para mí no existe ninguna diferencia entre el pensamiento racional o científico y el intuitivo o mágico. Si es verdad que existe esa separación entre el hemisferio izquierdo y el derecho, debo de tener algún agujero de gusano. Desde siempre he intentado encontrar “mapas de la realidad”: alimenté mi práctica teatral desde el marxismo, el psicoanálisis, el estructuralismo, la antropología y, luego, la física cuántica, la teoría del caos, la teoría general de sistemas… A todo lo que estudio le veo la posibilidad de articularse con la intuición o el aspecto no lógico de la creación. Aunque tengo fama de muy científico, soy un negado. De lo que leo de ciencias entiendo un 5%, pero eso lo convierto en un esquema, forma o figura. Ahora llamo “mapas” a mis clasificaciones. No está mal tener un mapa. También los científicos dicen muchas veces que lo que les lleva a un determinado descubrimiento o formulación es un elemento intuitivo o un sueño.

M.V. Una vez oí su nombre asociado a la expresión “locura taxonómica”, ¿a qué se referían?

J.S.S. Precisamente tiene que ver con el intento de dibujar mapas y estructuras. El pensamiento sistémico o sistemático puede ayudar a reducir la angustia de la creación (para los que la sienten). Tenemos herramientas. Beckett tiene una frase que es “the form is content, and the content is form”. Un recurso técnico se encarna en un tema, y viceversa. Mucha gente me envía textos diciéndome que salen de uno de mis ejercicios, y, como no tengo ningún sentido de la propiedad sobre esos esquemas, me produce satisfacción.

M.V. ¿Tiene pensado publicar esos materiales? Los estudiosos del teatro los esperan ávidos.

J.S.S. Me lo están pidiendo desde hace años, y yo siempre digo que lo haré en el asilo… Me resisto porque sé que todo ese tipo de cosas tiene una tendencia a convertirse en canon.

M.V. En la ya citada Real Escuela de Arte Dramático, se hace uso de sus metodologías y se le cita a diario, sin embargo, es usted el gran personaje ausente. ¿Como Pepe el Romano? 

J.S.S. Eso deberías preguntarlo a los que tienen la llave de la puerta. Cuando decidí dejar Barcelona y venirme a Madrid, pensaba hacer un traslado del Instituto de Teatro a la Resad.

M.V. Didactismo y entretenimiento: ¿cómo ponerlos en la balanza?

J.S.S. El juego es una experiencia humana que se ramifica en muchos órdenes de la vida. Incluso mis clases de literatura de bachillerato tenían mucho de juego. Uso mucho el humor, no sé si fallero. En mis talleres la gente se ríe, y yo reivindico permanentemente la dimensión placentera del aprendizaje.

M.V. ¿La Poética de Aristóteles sigue siendo el mejor manual?

J.S.S. Leerlo como manual es un desastre. Es un estímulo, te abre preguntas, te obliga a repensar conceptos… Yo creo que muchos llamados aristotélicos han leído mal la Poética, porque Aristóteles intentó establecer un mapa, no un canon. Dos veces he hecho un taller que llamo “Bye, bye, Aristóteles”. Ahora estoy encontrando las relaciones entre los conceptos axiales de la Poética (la mímesis y la empatía) y lo que la neurociencia y las neuronas espejo nos están describiendo como el mecanismo que permite ponerse en el lugar del otro. Aristóteles utiliza el verbo reconocer y yo, a partir de ahí, he establecido una tríada que es reconocer, desconocer y conocer: un buen texto dramático tiene que permitirte reconocer, hacer aparecer dimensiones desconocidas y generar incertidumbre, incluso rechazo, para que de esa dialéctica aparezca un conocer.

M.V. ¿Un maestro de maestros también tiene maestros?

J.S.S. Este tema lo tengo preparado. Tengo muy claros cinco maestros a los que vuelvo continuamente y que siempre me descubren cosas, aunque haya doscientos más: Brecht, Kafka, Beckett, Pinter y Cortázar. Yo reivindico la condición de epígono, que es muy bonita: marchar por donde alguien marchó, seguir la estela de alguien.

M.V. ¿Y qué pasa con los epígonos del epígono? ¿Es consciente de haber creado escuela?

J.S.S. Hay que aceptar que todos somos epígonos, pero me rebelo contra la noción de escuela. En un momento de varias crisis, me dije: ¿por qué no puedo decir que algo no lo sé? Atreverse a mostrar las vergüenzas y las insuficiencias no destruye el ego; al contrario, lo refuerza. Mostrar las carencias facilita la relación pedagógica. Compartir el no saber es tan bonito y estimulante como compartir el saber. Así eliminas el pedestal, la tarima, y eres uno que lleva más años y que, por tanto, tiene más esquemas y clasificaciones, pero compartes las preguntas. Mis talleres no son normativos y cada uno los pasa por su subjetividad. Cuando, hace unos años, alguien empezó a publicar que yo era mal maestro porque creaba autores clónicos, pensé que se notaba que esa persona nunca había leído a esos dramaturgos (no se parecían entre ellos ni a mí). La única escuela que puedo haber creado está en el intento que los autores escriban contando con un nivel de inteligencia del público alto y aspiren a la complejidad.

M.V. ¿Cómo abrir el aula que es el teatro a nuevos públicos?

J.S.S. Es imprescindible para la supervivencia de lo que llamamos teatro llegar al no público. Tendríamos que transmitir que el teatro no muerde. A ese público hay que ir a buscarlo. El darle al público lo que le gusta no es una buena política, es conseguir que al público le guste lo que no le gustaba o lo que no creía que le iba a gustar. Porque no existe un gusto preestablecido (aunque los medios de comunicación se encarguen de “lobotomizar” la conciencia), sino lo que los de estética de la recepción llaman un horizonte de expectativas. Pero la historia del arte, y esto deberían saberlo los productores, es la historia de experiencias artísticas que modifican el horizonte de expectativas. En mi trayectoria me he llevado sorpresas al creer que un espectáculo coincidía con una cierta demanda. La primera sorpresa gorda fue Ñaque, que tuvo setecientas representaciones. Hay que confiar en que alguna de las “gilipolleces” que hacemos abra un horizonte de expectativas nuevo.

M.V. ¿Qué es exactamente el Nuevo Teatro Fronterizo? ¿Una escuela, un laboratorio, una ONG?

J.S.S. Demasiado, demasiado. Hay veintitantos proyectos esperando a que podamos respirar. En gran síntesis el primer objetivo es insistir en el nexo indispensable entre investigación y creación. Mi obsesión de siempre es que no podemos instalarnos en la rutina, que la experiencia humana cambia y el conocimiento evoluciona, y por lo tanto el arte tiene que estar en un permanente cuestionamiento. La otra gran área sería precisamente la conexión con el “no público”. Lo otro es la fricción del teatro con otros ámbitos del pensamiento: la filosofía, la historia, la ciencia… Dentro del área de “dramaturgias ausentes”, intentamos dar a conocer corrientes dramatúrgicas que, no sabemos por qué, nunca llegan a España. Podríamos aprender mucho del teatro latinoamericano. Es un teatro en nuestra misma lengua que refleja realidades heterogéneas y está muy arraigado (en muchos casos) en el contexto concreto. Otro territorio es lo que llamo “dramaturgias inducidas”, intentar que las nuevas generaciones de autores se abran a temas que no sean la pareja: la invisibilidad de la mujer, la memoria histórica, la laicidad, el planeta vulnerable –la ecología–. Eso ya lo dejaré para la próxima reencarnación, porque en esta no creo que me dé tiempo.

M.V. Ha impartido lecciones magistrales, seminarios y talleres en varios continentes y numerosos países. ¿La escritura es universal?

J.S.S. Es difícil, porque mi experiencia pedagógica es muy variada. América Latina parece que sea una sola cosa, pero Méjico no tiene nada que ver con Honduras, con Venezuela… Son universos bastante diferentes, incluso a nivel teatral. Sí que noto que hay muchos contextos latinoamericanos en donde la conciencia de que el teatro tiene que ayudar a que la gente se confronte con su realidad y a vivir, la necesidad social del teatro, es más viva que en Europa, en donde el teatro se ha convertido a menudo en lujo cultural o entretenimiento.

M.V. Una pregunta capciosa: ¿se acusa el género de los alumnos?

J.S.S. No sé si es una manía; no obstante, ya en los talleres de la Sala Beckett me pareció que, a veces, las jóvenes autoras fingían respetar mis protocolos, pero se las arreglaban para que apareciera un tipo de voz y de sensibilidad que yo no había previsto. Ahí empecé a abrigar la idea de que existe un tipo de relación de la mujer con la norma o con el patrón (en todos los sentidos de la palabra), con el canon incluso, que, a lo mejor, permitía una revisión de la historia del arte y del pensamiento. Algo han estado haciendo las mujeres a lo largo del patriarcado para crecer y emanciparse. Quizá han tenido que habilitar una estrategia de supervivencia. Hay muchísimas zonas comunes, porque predomina el pensamiento patriarcal, pero yo soy materialista cien por cien, y lo que llaman pensamiento es cuerpo: un ser que renueva parte del flujo sanguíneo cada cuatro semanas y que es capaz de gestar es imposible que sea lo mismo. ¿Has leído a Alice Munro?

M.V. ¿Qué opina de las políticas que se están llevando a cabo en España en relación a las enseñanzas artísticas?

J.S.S. La masificación de las aulas no es compatible con ningún tipo de enseñanza. Eso me parece uno de los genocidios culturales más graves que está cometiendo la derecha en España. La enseñanza para mí tiene mucho que ver con la relación empática profesor-alumno, y el contagio: el profesor ha de ser capaz de contagiar su amor por la materia como una especie de virus. Cuanto más desproporcionada sea esta aberración, más formalista, tecnocrática y unidireccional será la enseñanza. Se mezcla la masificación con una insularidad oceánica de los jóvenes navegando en un mundo bombardeado por la sociedad de consumo. El profesor se convierte en un fósil varado en otra dimensión. Esto va a ser fatal para la relación entre las generaciones.

M.V. ¿Por qué a los 73 años sigue ejerciendo la docencia? Muchos profesores no ven la hora de jubilarse…

J.S.S. Porque tengo mucho que aprender todavía, y quiero seguir aprendiendo hasta el último día. Ya te he descubierto mi juego: la enseñanza la utilizo para aprender yo. En Barcelona, entre el Instituto del Teatro y la Sala Beckett, tenía un horario más regular. Había encontrado un equilibrio, una sístole y diástole. Hasta que abrí el NTF, permanente desagüe de energía. Este último año no he podido escribir prácticamente nada (dos monólogos). Robo resquicios al día y a la noche y, como tengo la suerte de escribir a mano, llevo un cuadernito para cuando me viene la comezón. Cuando vivía en San Cugat, tenía veinticinco minutos de tren hasta Barcelona, y en ese tren he escrito mucho de mi teatro… Ahora tengo el metro y el autobús.

Son más de las once de la noche, y bajo una de las primeras lloviznas del otoño, Sanchis Sinisterra se despide precisamente para coger el autobús: “como para mañana no tengo nada urgente, voy a empezar una obra, porque el empezarla ya es algo”.

 

Artículo siguienteVer sumario

Copyrights fotografías
  1. © Vivi Porras↵ Ver foto

www.aat.es