El teatro también se lee
¿Puede leerse el teatro?
Emilio de Miguel Martínez
Universidad de Salamanca
Cuando me propongo reflexionar sobre la conveniencia de la lectura del teatro, me viene a la mente aquella afirmación de Mariano de Paco: “Aun admitiendo que no se puede «leer» el teatro, hay que leerlo”[1].
La consideración, con su doble componente –ese imperativo: hay que leerlo, y ese desalentador: aun admitiendo que no se puede ‘leer’–, tiene bastante de paradoja (como idea extraña que es, opuesta a lo que esperaríamos encontrarnos) y mucho de formulación ingeniosa y sorprendente. Nos fuerza a considerar la licitud misma de la lectura del teatro, desde esa advertencia a la cual, por cierto, se le pueden sumar otras que no calificaría precisamente de optimistas. Pienso, por ejemplo, en el Roger Chartier que, glosando opiniones vertidas por Molière cuando se procedía a la publicación de sus obras, nos dejaba este aviso: “La publicación impresa de una comedia no es más que la copia inerte de la representación teatral, que es su original y su verdad[2]. Desde luego, si lo que se nos anuncia es que vamos a tener en nuestras manos algo que describen como copia inerte de un original superior, no puede decirse que sean muchos los ánimos que recibimos para leer teatro.
¿Valdrá entonces la pena acometer una actividad tan descafeinada? Me alineo con quienes creen que sí, siempre y cuando se respetan unas mínimas y sensatas prescripciones. Por ejemplo, aquella de nuestro Calderón que pedía para sus textos: “El que los lea haga en su imaginación composición de lugares[3], o la del citado Molière, que recomendaba una lectura capaz de conservar en esa forma de consumo individual todo el valor del texto teatral cuando había sido representado:
Es bien sabido que las comedias se hacen solo para ser representadas; y yo no aconsejo que lean la que aquí va publicada sino a las personas cuyos ojos sepan descubrir, en la lectura, toda la actuación del teatro[4].
En línea con esas prescripciones, quizá una de las actividades que debe acompañar siempre a la lectura del teatro es la proyección imaginativa de la historia dramatizada, sabiendo, eso sí, que ha de hacerse con grandes diferencias a lo practicado en el caso de la novela. La proyección imaginativa de lo leído en la novela invita a la reconstrucción de los lugares en que real o hipotéticamente transcurren los hechos narrados: recordemos que, en casos de éxito notable, hasta se reconstruyen itinerarios del héroe novelesco. En cambio, la proyección de lo leído en el teatro debe hacerse únicamente sobre ese espacio mendaz y limitadísimo que es el escenario convencional en que el dramaturgo mueve sus piezas. Es decir, leer adecuadamente teatro requiere ir situando imaginativamente la acción y los personajes dramatizados en el mínimo espacio físico que proporciona el suelo de un escenario y proyectando el desarrollo de la historia entre los decorados convencionales que el autor propone, a veces en acotaciones expresas o deducidas en ocasiones de las palabras de sus personajes. Siendo, pues, toda lectura de ficción una invitación a viajar mentalmente a los variados mundos que propone el escritor, la lectura del teatro limita ese desplazamiento virtual al escenario, que es el hábitat limitado y convencional de los entes teatrales y de sus avatares.
Si procedemos a la lectura del texto teatral teniendo en cuenta indicaciones tan sencillas y fáciles de ejecutar como algunas de las recogidas, hasta pudiera ser que acabemos invirtiendo el planteamiento con que suele presentarse la cuestión (¿puede leerse el teatro?) y convengamos que la pregunta deba ser si, existiendo la posibilidad de leer el teatro, vale la pena verlo representado. Al menos, la duda puede consistir en discernir si una representación escénica, por muy reputado que sea el director que la firme y muy cualificados sus intérpretes, puede competir con la valía del montaje teatral que construimos en nuestra cabeza cuando hacemos una lectura adecuada. De acuerdo con lo afirmado por Javier Vallejo (“la mejor representación de una buena obra teatral es la que sucede en la cabeza del lector[5], cabe preguntarnos si puede alguna representación competir con la calidad de nuestras realizaciones mentales.
En mi caso, ante la posible disyuntiva, me limito a reconocer que, siempre que una obra de teatro me interesó en su lectura, quise verla representada, Y cuando me impactó una obra representada, si no lo había hecho antes, siempre quise leerla. ¿Vicio, desviación profesional? Creo que sencillamente la confirmación de la obviedad en que consiste la naturaleza del género dramático: el teatro es un texto que ansía ser representado y un espectáculo que reclama ser leído.
- “Los autores vivos en la Universidad de Murcia”, Las Puertas del Drama, 17 (invierno 2004), p. 5.↵ Volver al texto
- “Escribir y leer la comedia en el siglo de Cervantes”, en Antonio Castillo (comp.), Escribir y leer en el siglo de Cervantes, Barcelona, Gedisa, p. 245.↵ Volver al texto
- Prólogo que Don Pedro Calderón hizo cuando imprimió el Primer Tomo de sus Autos, 1676.↵ Volver al texto
- Citado por Roger Chartier en el artículo arriba indicado.↵ Volver al texto
- En “El teatro en la radio”, EL PAÍS, Babelia, 16 de diciembre de 2006.↵ Volver al texto